El amor es uno de los nombres, uno de los sentimientos que nos hablan de unión, de reunión; que nos dice qué se siente cuando se disipa la ilusoria separación entre un ser y otro ser; cuando otro encuentra espacio en uno, cuando uno hace del otro el propio estar. Cuando eso que suma más que las partes, eso que llamamos nosotros acontece, acontece como sentimiento, lo llamamos amor.
La palabra amigo nace de una raíz griega de la que también deriva amor y amable. No nos sorprende: la amistad, lo sentimos, es una de las formas del amor; la forma que toma cuando la intimidad incluye la distancia y la distancia no es separación, es cercanía, es amistad.
Amabilidad, por otra parte, no es simplemente un gesto de buena educación, la amabilidad, lo amable, dijimos, viene de amor; no es un mero gesto, es un gesto cuando acaricia, cuando el que gesticula se brinda, se da en él.
Los antiguos solían considerar superior la amistad a la vida familiar, la veían por encima de la unión conyugal, ya que esta tenía como fin tanto la consolidación del tener -económico y material- como el de la procreación -proyección y perduración-, y la amistad, en cambio, es constitutivamente desinterés: no saca ni guarda nada de esa relación, salvo, claro, la gratificación afectiva, el sentimiento y el crecimiento de comprometerse en lo humano por lo humano, el consentimiento en la gratuidad.
Desde el inicio de la propia historia, desde la niñez, la de cada uno, los amigos estaban allí, nos rodeaban, eran los juegos: eran la alegría, eran la primera felicidad, la que no solemos recordar pero nunca hemos olvidado. La amistad, en verdad, repitámoslo, no tiene razón de ser, no es por ninguna razón, no responde a ningún interés: simplemente es, es una de nuestras formas de ser, una de nuestras formas de amar.
Aunque ninguna ley la enmarca, ninguna institución la contiene ni ningún documento la registra, la amistad, desde que tenemos conocimiento de la historia humana, está allí, está confirmando al hombre como lo que el hombre es: un ser para quien el abrirse relacionándose con los demás no es accidental sino esencial, constitutivo, es su ser. Un hombre o una mujer que no es lo que es y después se relaciona, sino que por relacionarse llega a ser lo que es: lo que también los otros le han creado de sí.
Podemos no tener amigos, pero de no tenerlos no son ellos los que nos faltan, es algo de nosotros que no llegará a estar, que no llegará a nacer: una forma de amor que no llegaremos ni a dar ni a recibir. Un vínculo que faltándonos amputa algo de nuestra posibilidad de ser.
La amistad nace involuntariamente, como ofertorio, como promesa de un don. En este aspecto de don, su aspecto de gratuidad, la amistad es una gracia: la gracia de poder ser gracia para otros, dar amistad a quien me busca como amigo, quien nos ofrece su amistad, quien a nosotros se abre.
La amistad, por lo que acabamos de decir, pertenece a la gramática del don: no es un acto de mi voluntad, no decido ser amigo de tal o cual, acontece. Se da, se me da. Después, recién después, puedo confirmarlo o negarlo, puedo buscar razones, explicar, pero sobre algo ya acontecido, ya sentido; el origen de la amistad, como el de todas las formas del amor, no se impone, se propone a mi respuesta, a mi sensibilidad. Es un ofrecimiento tácito; aceptarlo, lo transforma en don. Por esto la amistad, también, es un dejarse elegir. Es una sensibilidad, una disponibilidad, una vulnerabilidad: la de darme, entregarme, entregarme dejando llegar a mí. Arriesgarme a una relación, a su inescrutable futuro. Abrirme y dejar entrar.
La amistad suele nacer casi involuntariamente, más que hacerla la descubrimos, descubrimos que está, que puede estar allí, en el conocido, en el cercano, en quien se nos acerca. La amistad se descubre cuando dejamos a alguien que nos descubra su corazón, y en esa mutua apertura, en ese mutuo descubrimiento, nace la amistad, encuentra lugar para crecer. Crece fecundándonos.
La amistad no se anuda, se reanuda. Es como un lazo abierto: un pacto no sólo del amor sino también de la libertad. Es la libertad cuando elige comprometerse, vincularse: encarnarse intimidad. Nada la ata, nada la legaliza, ninguna sangre la une, y por eso mismo exige más. No teniendo nada externo en que apoyarse, hay que sostenerla desde ella misma: vivirla. Concretarla. Cuidarla y alimentarla: darse a y en ella. Celebrarla.
A diferencia de la familia en la que nacimos o la familia que formamos, el amigo no cohabita, no se confina a ningún espacio, a ningún lugar. La amistad no es sedentaria, es nómada, hospitalaria pero peregrina: es más un andar que un estar. Por eso el amigo acompaña, camina con nosotros, es el cercano, el que no se queda atrás ni se adelanta. Está allí, acompañando desde la cercanía, esa cercanía atenta, en vilo, que es la disponibilidad.
El amigo es, sobre todo, aquel con quien se cuenta, y se cuenta para contarnos. Para decirnos, revelarnos. El amigo es el confidente, en los dos sentidos de la palabra, es aquel en quien se confía y, porque se confía nos confiamos: nos decimos, nos revelamos. Decimos las alegrías y las volvemos a sentir, a redoblar, y decimos también los dolores y aunque el dolor sigue siendo dolor deja de ser soledad; no nos deja, pero ya no está solamente en mí: duele, pero no encierra.
Uno y otro, un amigo a otro amigo, se dan la posibilidad de que el otro sea, despliegue su ser, en la tibia apertura de acogida y aceptación que es y se abre en la amistad, en el más gratuito y libre de los dones del amor.
HUGO MUJICA
www.hugomujica.com.ar
Gracias a Maria Elena Mariño por descubrir y compartir este texto.
viernes, 20 de julio de 2012
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